lunes, 21 de febrero de 2011

El Encuentro

Era este un ángel que vivía únicamente en compañía de su soledad, soñando con mil y un mundos, con tantas historias de cuanto deseaba conocer, de cuanto deseaba vivir y experimentar. En noches sin sueño contemplando las estrellas, imaginando que alguien más las miraba y que una amistad desconocida les uniría.

En mañanas claras de verano, entre campos de flores, fabricaba coronas de margaritas, tanto para sí misma como para todos aquellos amigos invisibles que había creado, luego las dejaba ir con el viento o en el río, porque creía que así alcanzarían a un verdadero compañero de juegos o incluso a algún niño solitario que sería feliz al conocerle a la distancia.

Veía pasar días y meses y años, con toda la eternidad que la vida de los ángeles posee, entablando conversaciones con seres inexistentes, bueno, al fin y al cabo, siendo un ángel no dejaba de creer que mientras pudieras imaginar algo, esto podía ser real. Habían tantos temas que pasaban por su cabeza, tantas ideas y sueños, tantas bromas, teorías y conocimientos y sin embargo nadie con quien compartirlos... Un día, luego de una tranquila eternidad solitaria, un ángel en el mundo de los dioses deseo un amigo.

Se preguntó en que forma podría acercarse a alguien, si habrían personas interesadas en jugar con ella en este mundo. Incluso empezó a considerar viajar para conocer a alguien que tuviera historias que nunca hubiera imaginado, de mundos que no hubiera conocido... Definitivamente esta opción era la que más rondaba su cabeza. Finalmente lo decidió.

Cargó en una pequeña maleta todo lo que pensó necesitar, una corona de flores para regalar al amigo que un día conocería, apuntes de las ideas que quería compartir, canciones y melodías que había inventado y un puñado de esperanza e ilusión. Partió así, coronando sus cabellos con margaritas y escondiendo sus pequeñas alas bajo un vestido blanco.

Bajó cuidadosamente la escalera que separaba a los seres divinos de los mortales y cerró tras de sí el dorado portón. Sus pies descalzos tocaron el suelo, tierra húmeda y césped acariciaron sus dedos, la lluvia cayó con fuerza del cielo gris y sus pies corrieron en busca de refugio. Un ángel había renunciado al paraíso.

Debajo del techo de una vieja estación esperó pacientemente mientras sus ropas se secaban con el viento y el llanto del cielo seguía cayendo incontenible sobre la tierra. Al final el desconocido sentimiento del sueño se apropió de ella y se encontró con Morfeo por primera vez en su larga existencia.

Sin saber cuanto tiempo había pasado, se despertó con la luz del sol en su rostro, una mano en su hombro y una voz suave que arrullaba sus oídos. Abrió rápidamente sus ojos y se levantó con violencia, con la ansiedad de quien no ha escuchado más voz que la suya misma. Y se encontró con dos orbes oscuros, dos ojos que le miraban con sorpresa e inocencia, preguntándole sin palabras quien era.

El ángel sacudió su cabeza y miró a la persona que tenía delante, de arriba a abajo, una y otra vez, levanto sus manos y toco el cabello de aquella niña, cabellos oscuros, largos y suaves. Luego regresó su mirada a aquellos ojos negros que aun le contemplaban en silencio. Le soltó enseguida y saltó en busca de su maleta.

La niña miraba curiosa, aquella extraña descalza que dormía en la abandonada estación parecía llena de energía y le intrigaba. Pronto la sintió correr hacia ella sin aviso y poner algo sobre su cabeza, se llevo las manos arriba y sintió los suaves pétalos de flores y un delicado aroma bajó hasta su nariz.

El ángel miró con su primera sonrisa a la niña y esta se la devolvió. Un sentimiento nuevo llenó el pálido corazón y este tomó color como nunca antes lo había hecho, comenzó a latir. De pronto la fragilidad de la mortalidad humana la llenó por completo y dejó ir sin lamentos las blancas alas que escondía bajo la ropa. Ahora no podía regresar.

La niña contemplaba sin inmutarse como el brillo que rodeaba a la joven desconocida desaparecía, tomó esas manos entre las suyas y las sintió cálidas. Parecía como si el ser helado y sin color que había encontrado tras la tormenta volviera a la vida.

El ángel ahora humana sostuvo fuerte aquella mano y preguntó:

-¿Alguna vez miraste las estrellas por la noche?

A lo que la niña respondió:

-¿Acaso eras tu quien las miraba conmigo?

No hacían falta más palabras, dos personas que no estaban destinadas a encontrarse y que sin embargo lo hicieron por lo que parecería una casualidad cualquiera. Dos personas que creían sentir la compañía de alguien más cuando estaban solas en la oscuridad de una noche observando los cielos. Dos ángeles de mundos distintos que se complementaron enseguida como si la vida hubiese deseado convertirlas en amigas desde el inicio de los tiempos. Fue el inicio casual y sencillo que unió dos pequeñas manos que se sostendrían mientras avanzaban juntas en adelante alejándose para siempre de la soledad.